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Junto al fuego de lo eterno, que arde dentro de nosotros, se extinguen las palabras que cultivamos noche tras noche. Palabras que se derriten cual vela en la cálida noche, cual cuerpo interrogante acercándose a la resplandeciente mañana. Se alejan de nuestro cuerpo, lentamente, dejando un espectro que se va desvaneciendo con el paso de los días. Y de esta manera, otra parte más de nosotros, muere ante nuestros propios ojos.
Junto al fuego de lo eterno, se queman demasiados sueños; sueños de una vida, sueños que, día tras día ganan fuerza, pero que a la vez se van rindiendo al calor del inagotable fuego. Se desvanecen y nos olvidamos de ellos, no nos acordamos si quiera de que alguna soñamos y nos sometemos a la desdichada realidad. Y, así, la parte más esencial de nuestra mente, muere por esta desafortunada suerte.
Junto al fuego de lo eterno, que siempre está prendido, nos vamos apagando cual fuego efímero. Nos consumimos en un espectáculo digno de ser contemplado, y, lo único que al final dejamos, es un puñado de negruzcas cenizas. Y así, es como morimos por completo, contemplando el fuego de lo eterno.
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